jueves, 26 de febrero de 2009

El luchador


A Darren Aranofsky le llovieron guantazos de indiferencia por todos lados cuando intentó contarnos la extraña e intimista historia de Tommy e Izzi a través del tiempo en The Fountain. Las distribuidoras no creyeron que la película fuera a tener una buena acogida dada la extraña idiosincrasia de la misma, el público mayoritario al que debía enfrentarse mira por lo general hacia el lado opuesto a la del director, y apenas pasó de puntillas por los cines. Aquel desertar voluntario de las premisas del cine occidental nos llevó a algunos a preguntarnos por qué debíamos acceder los demás a confiar en ese corpus prolongado de situaciones hijas del artificio más descarado. Cuando uno contempla la acción a través de la visión corregida del director debe estar en comunión con la idea que sostiene la misma narración, de lo contrario ocurre lo que ocurre. El mensaje no caló entre muchos. Yo fui uno de esos que consideraron The Fountain una excelente película, y también una incomprendida y bellísima obra de arte. Aranofsky con The Wrestler sigue caminando por los derroteros del underground y el cinéma verité, aunque menos que antes. De extensos silencios, al igual que en la predecesora, aunque bastante convencional cuando no miramos cara a cara al sobresaliente tratamiento del diseño escénico. Viendo El luchador, título que la película ha recibido aquí, me pasó lo mismo que con The Fountain, uno llega a sentir que la transmisión fílmica del director norteamericano caminara por los derroteros de la obra dramática, y que sin embargo consiguiera al mismo tiempo no alejarnos de las emociones de los personajes, como sí sucede en cambio en el teatro. El ojo de la cámara, allí desde donde mira Aranofsky, nos demuestra lo ambiguo que resulta la separación radical de uno y otro arte. El cine no debería ser entendido como un mero receptáculo de artes, un medio que se distancia del arte teatral como fin en sí mismo. Esta clase de cine nos sacude de la rutina a la que conducen los cánones del cine mismo, y sobre todo la televisión. La naturalidad del director fluye en conjunción perfecta con la artificiosidad. En El luchador, la cámara en mano sigue a los personajes por los pasillos, bien sea de los gimnasios, donde descansan los inflados guerreros que combaten en el cruento y teatral circo de la lucha libre, o en los pasillos del mercado por donde se “pasea” el héroe protagonista, Randy Robinson (“The Ram”). Con Aranofsky los espacios libres apenas tienen cabida en los encuadres, que nunca chirrían a la atenta observación del espectador, y que subordinan el fondo a favor del protagonista principal, un camafeo visual en el que sólo tiene cabida Randy, su rostro, su expresión, su dolor, y que obliga al resucitado Rourke a dar lo mejor de sí. Esta boga de reinventar a los actores venidos a menos resulta cuando no bastante oportunista por parte de la industria, porque siempre pensé que Mickey Rourke era un gran actor, y no creo que The Wrestler sea lo mejor. Darren Aranofsky carece del pensamiento preceptivo en la concepción de la obra cinematográfica que parece caracterizar a tantos dentro del mundo cinéfilo, directores, productores, o aquellos que realmente creen tener la capacidad de descuajeringar películas a través de sus críticas. Sus obras son puro sentimiento y con esta historia, la de un luchador profesional venido a menos nos llega al alma, nos emociona, y no consigue aburrirnos en ningún momento.

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