lunes, 26 de enero de 2009

Revolutionary Road (Crítica 1)


Sam Mendes dirigió en 1999 la agridulce American Beauty, película existencialista preocupada por la búsqueda de la felicidad personal en el seno de una familia de clase media norteamericana. El “éxito” y las “apariencias” se convierten en esta sociedad occidental en puro “becerro de oro” al que hay que idolatrar. De nuevo el director estadounidense nos plantea un drama existencial, adaptando la novela original de Richard Yates, centrado en la vida de un joven matrimonio obsesionado con el llamado “sueño americano”, y que no es otra cosa que la creencia absoluta en la determinación propia, y el esfuerzo personal, como medios para conseguir el objetivo deseado, que suele ser el éxito. La premisa a priori no es mala si el objetivo es acertado, porque da esperanza, y nos habla de una sociedad en la que todos tienen las mismas oportunidades. Pero esta idea parece más una ilusión, hipócrita la mayoría de las veces, y en otras simple y llanamente despiadada, sobre todo, aunque ya no exclusivamente, entre la sociedad estadounidense, obsesionada con el éxito económico. Todo el mundo tiene derecho a buscar la felicidad, y hallar pedazos de ésta es ya un éxito. El espejismo occidental, no sólo el norteamericano, incita a la obtención del éxito, por encima de los demás si es necesario, sobre los vecinos, los amigos, quienes sean, y sobre todo, a la ostentación de éste.
Frank Wheeler, un excelente Leonardo Di Caprio, está casado con April Wheeler, una magnífica Kate Winslet, ambos cansados de la rutinaria vida que llevan deciden embarcarse de lleno en el “sueño americano” cambiando sus vidas radicalmente. La valiente decisión será criticada a sus espaldas por aquellos que envidiosos recelan de las decisiones de los Wheeler, capaces de salirse del camino recto, el más sensato. En realidad da igual si los Wheeler deciden viajar al extranjero, o montar un negocio propio, lo inoportuno de su conducta deviene del mero atrevimiento a intentar hallar la felicidad de un modo tan inusual. Y sin embargo, unos y otros se justifican ciegamente, cuando, buscando el refrendo en los demás, insisten en reafirmar aquellas decisiones que marcaron indefectiblemente el curso de sus vidas en el pasado. Al fin y al cabo todos persiguen “el sueño americano”, unos luchan por conseguirlo, y otros prefieren no arriesgar, y de ese modo no perder. El meollo de la tragedia deviene de manejar conceptos egoístas acerca del éxito, a veces ingenuos, en el caso de los Wheeler, porque tener un hogar y unos hijos que criar parece más una maldición que una bendición, tanto para los que critican a los Wheeler por la afrentosa decisión, como para la misma April Wheeler, tan insatisfecha con la vida que lleva. Al parecer nadie tiene verdadera vocación, ni siquiera Frank Wheeler, cuando confundido le confiesa a su mujer que realmente no sabe qué le gustaría hacer fuera del aburrido trabajo en el que está, porque no sabe hacer nada más. Tal vez April sea la única con algo de vocación, pero las circunstancias llevarán a que ese “sueño americano” sea para ella más una pesadilla que un sueño. El deseo irracional por ser especial y sobresalir, económica y socialmente, envenenan la mente de los vecinos de Revolutionary Road.
El trabajo de Michael Shannon en el papel del hijo perturbado de la Sra. Helen Givings es una gran revelación, y le da la oportunidad al director de poner en boca del “loco” los ocultos temores de los personajes, agitando demonios, y levantando ampollas al revelar las frustraciones disimuladas de cada uno de ellos.
La película no da un respiro, la atmósfera es tensa e intensa. Nada está puesto al azar, nada sobra, una soberbia y “teatral” puesta en escena de la mano de una pareja inolvidable, y que hacen de Revolutionary Road una muy buena película acerca de la falacia occidental, la de una sociedad que tiene en general una estropeada concepción de la felicidad. La película llega en momentos de crisis, y nos habla de un mundo donde las oportunidades no son las mismas para todos, y cuyos motivos exceden a las narcisistas fantasías de una parte de la población convencida de tener aquello que merece. Vivimos en un mundo lleno de miserias y decepciones que nada tienen que ver con las películas de Frank Capra. Hay una América Profunda que no comparte el “sueño americano”, y a ésta no hay que olvidarla.

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