jueves, 12 de marzo de 2009

Gran Torino

Clint Eastwood siempre ha tenido debilidad por los “personajes perdedores”, por aquellos olvidados a quienes no les importa un ápice triunfar, contraviniendo lo que nuestra sociedad pretende inculcarnos desde niños, y poder valer un duro. Sobre todo en la sociedad americana, que es despiadada con el asunto. No, los personajes que pueblan las historias de Eastwood pueden en todo caso moverse por la pasión, les lleve o no al reconocimiento general. El personaje de la nueva película de Eastwood pertenece a esta ralea de "perdedores", y es una vez más, inolvidable.

Eastwood es en mi opinión mejor director que actor, y como actor me resulta  carismático, de presencia magnética y mítica. Durante un tiempo la dirección por la cual Eastwood condujo su carrera como actor y cineasta fue la de apostar por una violencia descreída, con atisbos de moralidad intachable, pero justiciera, y a veces fascistoide. Una senda algo peligrosa, limitada, aunque no siempre, y de la que debía salir de una vez, para poder matizar. Lo hizo magistralmente con Sin perdón, porque el director norteamericano tiene una sensibilidad más afinada aún que la puntería con que dispara a los villanos en cualquiera de los films del oeste o del justiciero Harry en que se ha visto involucrado, y también una sensibilidad ambigua.  Matar a otra persona no es agradable,  acabar con la vida de otro es un acto terrible, es algo tan elemental que debía quedar  por fin constancia en alguno de sus films. Eastwood es el tipo duro por antonomasia en Hollywood, pero la sutileza de su razón y de su corazón van más allá de la simple contundencia de sus argumentos. Eastwood es un tipo duro, pero tiene corazón.

Gran Torino es una grandísima película, no es la obra maestra de Eastwood, no nos dejemos llevar por el entusiasmo, para mi la sublime Million Dollar Baby ocupa ese puesto, junto a Sin perdón. De nuevo el realizador de ceño fruncido hace alarde de sencillez, él nunca va a decantarse descaradamente por uno de sus personajes, no pretende manipular nuestras emociones de manera obvia, no hay un discurso o mensaje oculto en lo que nos cuenta. La historia nos conduce por derroteros inesperados, lo mismo que a Eastwood, que sólo intenta comprender por qué pasan esas cosas, y qué decisión tomarían sus creaciones ante las circunstancias que se les presentan. Las subtramas en los films de Eastwood aparecen y desaparecen sin un previo plan, pero concluyen todas, y finalmente dan sentido a un todo que palpita fuerza, humor, carisma,  tristeza. 

Parece ser que Eastwood ha colgado los guantes abandonando la actuación, que no la dirección. Ésta va a ser  la última vez que podamos gozar del buen hacer de este emblemático tipo duro. La despedida le viene como anillo al dedo. El personaje que interpreta se llama Walt Kowalski, un veterano de la guerra de Corea, jubilado que siempre ha trabajado en la Ford. El anciano es de armas tomar, ceñudo, antipático, agrio, poco respetado por quienes le rodean, que recelan de su mal humor. Kowalski está anclado en el pasado, y los tiempos han cambiado, él deberá decidir si adaptarse o no. Los nuevos vecinos son inmigrantes, pero parece ser que más allá de los prejuicios que asolan al viejo gruñón hay un enorme corazón. Es el Eastwod que permitió con Sin perdón y sobre todo con Los puentes de Madison que entreviéramos los recovecos de su inflexible actitud para con los villanos, o no tan villanos, y poder atisbar la luz que ocultaba. Es Eastwood en estado puro, pero matizado, más sabio que antes, aunque igual de grande.

La búsqueda de una familia ha sido un tema recurrente en la obra de Eastwood, lo mismo que la fe, el perdón y la redención por los pecados cometidos, por una violencia de la que ya no se enorgullece, Gran Torino reúne todos sus grandes temas. El director no nos vomita un rollo moral o intelectual para comunicarnos lo que siente. La historia fluye en esta película construída a base de talento con sublime sencillez, consiguiendo que nuestras emociones estén a flor de piel ante unos personajes que verdaderamente nos importan. Reímos, nos indignamos, y lloramos cuando las cosas pasan en estas apenas dos horas de metraje, algo ya muy poco común hoy en día. Un sentimiento de melancolía me atrapa cuando pienso en que Eastwood pertenece a una generación que ya no tardará más de diez años en abandonar la gran pantalla, sino menos.

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