jueves, 16 de abril de 2009

Señales del Futuro

Es reconfortante comprobar que un director de la talla de Alex Proyas, autor de dos de las mejores cintas de cine fantástico de los años noventa como son El Cuervo (1994) y Dark City (1998), sigue en buena forma después de tantos años. Tras una correcta adaptación de los relatos de Asimov en Yo, Robot, lamentablemente deslustrada por la irritante presencia de un insoportable Will Smith, el mayor handicap de esta su última película parecía recaer de nuevo en la elección de su protagonista, el irregular Nicolas Cage. Por fortuna, el sobrino de Coppola se mantiene comedido, alejado de sus recurrentes histrionismos, y permite que la película fluya de forma natural. Diez años después de Dark City, el director egipcio vuelve a regalarnos una historia inquietante, por momentos bordeando sutilmente los límites del terror, todo ello situado en una atmósfera por completo opresiva y oscura, en la que las sombras parecen ocultar los peores terrores humanos. La mezcla de géneros permitida por la temática argumental supone uno de los grandes aciertos de esta película, puesto que en todos ellos Proyas se muestra cómodo y poseedor de una enorme efectividad. Sin ser, aparentemente, una cinta de terror, no serán pocos los momentos en los que el espectador se sienta atemorizado, especialmente cuando entran en escena esos oscuros personajes, heraldos de la destrucción, que nos pueden recordar a los ocultos de Dark City, los hombres grises de Momo, e incluso los propios Nazgul de El Señor de los Anillos. Por otro lado, podría etiquetarse a Señales del Futuro como cine de catástrofes, y también en este aspecto la película supone un importante triunfo, aunque bien es cierto que la intensidad de las tres catástrofes va en descenso, en claro contraste con la magnitud del evento. Con una situación tan cinematográficamente jugosa como esa última catástrofe, que no desvelaremos aquí, uno esperaba un mayor despliegue visual, una mayor recreación, y lamentablemente todo se queda a medias tintas, con una serie de planos geniales e ilustrativos, sí, pero en cierta medida insuficientes. Sin embargo, donde Proyas muestra su endiablada maestría es en la secuencia del accidente de avión, rodada al completo en un soberbio y complicadísimo plano secuencia que comienza con la caída del avión, y que se prolonga varios minutos, sin el menor corte de plano, durante las tareas de rescate llevadas a cabo por Cage, mientras no deja de haber explosiones por entre los restos del avión, con gente corriendo en llamas por el campo desolado. Toda una lección de cine con mayúsculas. Entre catástrofe y catástrofe, y especialmente tras la segunda de ellas, la historia transcurre más lentamente de lo que seria deseable, notándose cierto estiramiento argumental innecesario. Sin embargo, en sus compases finales, la película retoma el buen pulso del comienzo y se nos brinda un final largo pero intenso y ciertamente emotivo. Una vez nos es revelada la última predicción, o profecía, asistimos a un último giro argumental en el que el director decide mantenerse únicamente como un narrador sin intención de interferir en la interpretación de los hechos por parte del espectador, lo cual algunos verán como una muestra de elegancia y otros como una falta de posicionamiento. En todo caso, a pesar de que una de las posibles interpretaciones parece bastante más obvia, ciertos detalles visuales no dejan de ser agarraderos para todos aquellos que prefieran buscarle otra explicación. En definitiva, Alex Proyas ha firmado una de las sorpresas de la temporada. Tras un argumento en apariencia ya exprimido en el cine se esconde un auténtico fresco apocalíptico, poblado por situaciones intensas e imágenes dantescas que nos recuerdan lo insignificantes que somos los seres humanos para un universo infinito en el que todo ya ha pasado, y volverá a pasar.

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