
Criatura atractiva y repleta de un infinito potencial, el vampiro no ha llegado a alcanzar en el mundo del cine la calidad que sin duda merece. Más allá de unas pocas excepciones, cada vez que se estrena una nueva película de vampiros, ésta acaba suponiendo una nueva decepción. Por poner algunos ejemplos, ahí están las recientes 30 días de oscuridad y Crepúsculo, dos obras con una concepción del vampiro radicalmente opuesta pero que igualmente acaban naufragando en terreno estéril. En una época en la que los vampiros están de moda, más que en ningún otro momento, con el auge de la saga de Crepúsculo en las librerías y de un buen número de series en televisión, nos llega de la fría Suecia una nueva propuesta cinematográfica, avalada nada menos que con el Méliès d’Or a la Mejor Película Europea de Género Fantástico, fallado en la pasada edición 2008 del Festival de Sitges. Ya desde los primeros compases de la película queda bien patente que nos encontramos ante un producto 100% europeo, alejado de los efectismos gratuitos tan propios de la industria norteamericana, de ritmo sosegado y sostenido por imágenes casi estáticas más que por diálogos o acción. Una vez aceptado su lenguaje narrativo, nos perdemos ante la maravillosa y unilateralmente inocente relación que se establece entre Oskar, ese niño de 12 años falto de atención paterna y con problemas de acoso en el colegio, y Eli, la vampiresa encerrada eternamente en un cuerpo de niña. Aquellos que busquen una versión infantilizada de la edulcorada Crepúsculo no hace falta ni que se acerquen al cine. Déjame entrar es una película tremendamente dura, con una dureza potenciada precisamente por poner a un niño en el centro de la ya de por sí cruda historia. Un niño cuya soledad parece llevarlo, en un camino sin retorno, a la locura, cuya única liberación parece consistir en coger un cuchillo y apuñalar en sus fantasías a todos aquellos que abusan de él, evidenciando que muy probablemente pueda llegar el momento en el que la fantasía deje paso a la realidad. Hasta que en su camino se cruza esa otra criatura patológicamente solitaria y, casi como si de un milagro se tratara, las dos soledades confluyen neutralizándose y emergiendo así una relación de dependencia y admiración mutua.
Pero por lo que triunfa absolutamente la película es por la excelente combinación de esta historia íntima de sus protagonistas con el imaginario y los cánones del vampirismo. Por muy tierna que se muestre Eli con Oskar, ésta no deja de ser un vampiro, y ello queda patente en numerosas escenas que sin duda podemos ensalzar a lo más alto dentro del cine vampírico. Entre ellas destacan todas y cada una de las escenas de caza, en las que el vampiro pierde toda su humanidad y se muestra como un animal depredador, la desgarradora resolución de la relación de Eli con su ¿padre?, y, por encima de todo, el momento al que parece hacer referencia la traducción española del título, esa escena en la que se nos muestra qué pasa cuando un vampiro entra sin permiso en un hogar, y que supone una de las secuencias más conmovedoras y escalofriantes que se han visto en años en el género fantástico. Y ya que hemos sacado el tema del ¿padre? de Eli, esa parte de la historia es también de lo más intrigante y la que más puede dejar pensando al espectador y le lleve a interpretar el sentido de la relación de Eli con Oskar de una forma u otra, y aventurar el destino de ese tren al que acaban de subirse.
Ya era hora de que nos viniera una película así, una película que hace verdadera justicia al vampiro. Sí, vamos a dejarla entrar, para que una vez dentro se coloque a la vera del Drácula de Coppola y Entrevista con el Vampiro, en cuya poderosa compañía no habrá de sentir vergüenza.